Contaba el doctor Cesarotto, mientras aguardaba en “La Brigada” su colita de cuadril, que el mayor actor dramático de todos los tiempos, el comunista riojano Álvaro Muchnik, era un genio de la expresividad facial, acuciada por su desmedida afición a la fisiognomía, una ciencia medio esotérica que en su primera juventud le había revelado don Julio Caro. Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el rojo Muchnik le pidió al oficial que le diera un tiempito para componer una mueca que contuviera a la vez la sorpresa, la incredulidad y la arrogancia que la sentencia de los milicos le había provocado: “Un jeribeque, ¿me entendés?”, dicen que le dijo. El actor bordaba jeribeques dos tardes a la semana en el Colón encarnando a Julio César en el drama de Shakespeare. Pero, además, el rojo Muchnik, que defendía la unidad de verbo y acción, había recogido el lenguaje que mejor encajaba con el jeribeque. Así, cuando Bruto le hundía el puñal en las entrañas, Muchnik-César dibujaba en su rostro una mueca admirable, donde ceños y comisuras conspiraban con el aleteo electrizante de su nariz y la gélida mirada de unos ojos de cobre (“¿Vos conocés Ensor, negro?”) al tiempo que decía, medio sollozando, su línea magistral: “Pero ...¡che!”, que era su versión porteña del sorprendido Et tu, Brute? de César.
Un comentario de José María Pérez González en las jornadas “Lecciones y maestros” celebradas estos días en La Magdalena, activó en mi memoria el cuento del rojo Muchnik. Sostiene Peridis que el espíritu de una persona está en el rictus que se dibuja entre la boca y el entrecejo: “ahí está el gesto, y en el gesto está el carácter, y en el carácter está el alma”, ha dicho el maestro. O sea: por sus gestos –sus jeribeques- los conoceréis.
Todo eso me ha dado que pensar: ¿podemos conocer por sus gestos las almas de nuestros grandes hombres? La de Juan Carlos I, por ejemplo, capturado para la eternidad su gesto de rey pasmado cuando se le mientan los cuernos (quiero decir colmillos) de elefante. “Pues ¿no tengo una tienda hecha del día? A qué cuento viene ahora reprocharme el segundo hemistiquio?”. O la del duque de Palma, traducida en mueca infantil (de Infante consorte) de palmacristi cuando le dice el palmero que la va a palmar por crecer a palmos, de forma palmaria, sin suum quisque tribuere. ¡Él, que andaba en palmas por su palmito! O la del juez Dívar transferida a los momos alelados de un rostro entre curial y abacero ante las cuentas de sus gastos en dinero público –una futesa- degustando naranjas (¿o eran limones?) marbellíes (no eran naranjas ni eran limones, que eran sus propios… nísperos). O la del director de la Real Academia de la Historia, el doctor Anes, que está componiendo con seis millones de euros de los contribuyentes las páginas de un “Diccionario Biográfico Español” donde habita el olvido pero vive el general Franco en su caballo blanco. El “Contradiccionario” (cf. En el combate por la historia, dirigido por Ángel Viñas, escrito por 33 trabajadores de la ciencia histórica y editado sin un euro del estado) le ha hundido en una cataplexia de abatimiento. Y es que las cosas ya no son lo que eran. Eran tres: un gitano y un marqués.
Los jeribeques, ya digo.