No es cierto que la historia la escriban solo los vencedores. Pero sí lo es que solo los vencedores juzgan y condenan a los vencidos. El magistral libro de Antony Beevor, La segunda guerra mundial, que acabamos de publicar, no ahorra detalles sobre los horrendos crímenes de nazis y japoneses ni sobre el final de los criminales de guerra juzgados y condenados en los tribunales de Nuremberg y Tokio, entre otros. Pero leyendo este libro podemos conocer, gracias a la decencia de Beevor, otros crímenes y otros terrores que nadie ha juzgado ni juzgará ya jamás.
El mariscal del aire inglés Sir Arthur Harris y el teniente general norteamericano Carl A. Spaatz, ambos caballeros cristianos y paladines de la civilización occidental, condecorados con todas las medallas posibles, han merecido el calificativo de “barones de los bombarderos” por su actuación durante la segunda guerra mundial. Entre los dos se repartieron la tarea de bombardear las ciudades alemanas por turnos: El Mando de Bombarderos de Harris hacía el turno de noche y la 8ª Fuerza Aérea de los Estados Unidos el de día. Aunque en diciembre de 1940 los británicos ya habían bombardeado Mannheim, en febrero de 1942 el gobierno de Winston Churchill, con el entusiasmo del mariscal Charles Portal, jefe del Estado Mayor del Aire, dio luz verde a la estrategia propuesta por Harris “el Bombardero” de atacar las ciudades alemanas con bombardeos de zona, ya que el informe Butt de septiembre de 1941 había revelado que solo un avión de cada cinco conseguía lanzar sus bombas en un radio de 8 km de su objetivo. El plan de Harris consistía en bombardear las ciudades alemanas con una estudiada combinación de bombas incendiarias y de alta potencia explosiva de tal modo que sus efectos devastadores superaran en mucho la acción de los bomberos, la policía y los voluntarios civiles. Harris sostenía que eso desmoralizaría a la población de las ciudades atacadas. Tenía toda la razón: debieron desmoralizarse profundamente minutos antes de morir. Harris ya había utilizado gases y bombas de efecto retardado contra las tribus iraquíes que luchaban contra la dominación británica a principios de los años 30, porque, en su opinión “mano dura es lo único que los árabes entienden”. Poco más tarde, en 1936, propuso resolver el problema de la revuelta palestina: se lanza una bomba de 250 k en cada aldea y asunto resuelto.
El 28 de marzo de 1942, los Halifax y Lancaster de Harris bombardearon Lübeck reduciendo a cenizas la ciudad vieja. En abril de ese mismo año, el Mando de Bombarderos británico lanzó cuatro ataques contra Rostock provocando una gran destrucción. Harris preparó para el mes de mayo uno de los bombardeos más apabullantes de toda la guerra: envió 1.000 aparatos a bombardear Colonia causando una carnicería. Por fin, en enero de 1943 se lanzó hacia su pieza más codiciada: Berlín, que quería destruir “de cabo a rabo” y que bombardeó sistemáticamente desde entonces hasta marzo de 1945, a dos meses del fin de la guerra. Harris dispuso que cada Lancaster llevara cinco toneladas de bombas entre incendiarias y explosivas. En una aplastante campaña de desgaste, los Aliados lanzaron, noche tras noche, 17.000 t de bombas explosivas y otras 16.000 t de bombas incendiarias. En marzo de 1943 fue bombardeada Essen y en mayo Wuppertal. El 10 de junio de 1943 comenzó la Ofensiva Combinada de Bombarderos Pointblank, que significaba manos libres para Harris y Spaatz. Solo dos semanas más tarde ambos lanzaron otro ataque sobre Colonia con bombas incendiarias: la ciudad se convirtió en un alto horno y hubo que recoger las víctimas, a pedazos, en baldes de zinc. En julio se dio luz verde a la “Operación Gomorrah”, que consistió en bombardear Hamburgo, los Lancaster de Harris de noche y las Fortalezas Volantes de Spaatz dos veces al día. La caldera de Hamburgo hervía de tal modo que a 6.000 metros de altura los tripulantes de los bombarderos se mareaban por el olor a carne quemada. El asfalto de las calles hervía y la gente se quedaba pegada al suelo como insectos cazados en un papel matamoscas, los cadáveres se encogían, se secaban y se convertían en cecina. Los historiadores “aliados” han hablado de 50.000 muertos. En diciembre de 1944, se volvió a bombardear Colonia, donde casi no quedaba nada por destruir; en noviembre, Friburgo, en diciembre, Tréveris. En febrero de 1945 le tocó la vez a Dresde, a Pforzheim y un mes después a Würzburg. En total, las fuerzas aéreas combinadas británica y estadounidense destruyeron en poco más de dos años 63 ciudades alemanas, arrasaron dos o tres millones de viviendas (Churchill había dicho que había que dejar sin techo a los obreros alemanes) y causaron la muerte a unos 700.000 civiles.
“El bombardero” Harris era un militar típico: no se andaba con chiquitas. No solo estaba orgulloso de sus carnicerías, sino que despreciaba a los altos mandos que le ponían pegas. En realidad, era un enamorado de su profesión: a la Conferencia de Moscú de octubre de 1943 llevó consigo un estereoscopio de la época en el que, en lugar de verse a bailarinas, se podían apreciar en tres dimensiones la destrucción de las ciudades alemanas. Se había hecho encuadernar un precioso álbum de cuero en el color azul de los uniformes de la RAF que se iniciaba con una fotografía de Coventry destruida por los alemanes. A continuación aparecía el catálogo de sus hazañas. Cuando le mostró el álbum al corresponsal de guerra australiano Godfrey Blunden, este horrorizado le dijo: “¡Pero aquí caben por lo menos seis Coventry!”, a lo que Harris replicó inmediatamente: “No. Se equivoca. Aquí caben exactamente diez”. Carl A. Spaatz, en cambio, fingía que él solo atacaba refinerías de petróleo y zonas industriales porque poseía un nuevo giróscopo –la mira Norden- que permitía a sus aviones meter una bomba en un barrilete de aceitunas. Era pura propaganda: menos del 3 % de las bombas de la 8ª Fuerza Aérea caían en un radio inferior a 300 m de su objetivo, como demostró un informe británico. Spaatz no solo envió vuelos de saturación en alfombra sobre el tejido industrial alemán, sino que acabó adoptando los métodos de Harris de bombardeos indiscriminados de área. Su falta de precisión le llevó incluso a bombardear ciudades suizas en vez de alemanas. En agosto de 1943, los estadounidenses bombardearon Ratisbona, Schweinfurt o Stuttgart, mientras que en las fases de bombardeo inmediatamente anteriores a la batalla de Normandía bombardearon las ciudades de la costa, entre ellas Caen con 467 Fortalezas Volantes, causando la muerte, quizá, de 20.000 civiles franceses. Pero Spaatz pudo reivindicarse unos meses después haciendo buena su propaganda de “donde pongo el ojo pongo la bomba”. Nombrado jefe de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos en el Pacífico, Spaatz dirigió los ataques a Tokio en invierno de 1944, el de febrero de 1945 con napalm y el gran ataque del 9 de marzo con 354 Superfortalezas que destruyeron 300.000 viviendas y causaron alrededor de 100.000 víctimas mortales. Luego se encargó de las dos piezas mayores que pusieron fin a la guerra: el 6 de agosto de 1945 la bomba atómica contra Hiroshima que produjo 100.000 muertos en unos minutos y tres días después la de Nagasaki, donde perecieron cerca de 50.000 personas aquel día y otras muchas en los años siguientes en medio de terribles sufrimientos.
Ningún tribunal ha juzgado a esos hombres ni sus decisiones han sido consideradas nunca como crímenes de guerra. Pero serlo, sonlo.